Fred era autodidacta. Siempre decía que lo que hacía, lo
sabía hacer porque le salía de dentro. Sin saber bien cómo. Nunca se sentía como el amo y señor que decidía sobre sus actuaciones. “Las cosas se me hacen solas”,
decía, “sin más”. Cuando llegaba el éxito a causa de sus cosas, Fred se
sentía vacío. Se había entregado con amor y por pasión, lo había dado todo y ya
no le quedaba dentro nada más que compartir. Se desplomaba unos días, tal vez
un par de semanas, y poco a poco volvía a llenarse de ganas de hacer más cosas.
Pasaba ese tiempo casi avergonzado de su
obra, de su éxito. Escondido como si él nada hubiese tenido que ver. Le
resultaba incómoda la sensación, a pesar de que sabía que volvería la gloria.
Que ya volvería a tener fuerzas para empezar de nuevo.
Pero Fred, siempre manifestaba su miedo, su gran temor. Si un
día me levanto y no me sale nada —pensaba—; si un día no sé ya cómo hacer…Y ahora, le habían ensombrecido sus dudas como esas nubes
grandes que tapan todo y esconden hasta la luz de la ilusión. Y ahora ya no
podía hacer música. Sus manos se habían quedado paralizadas. Sin dueño.