.Insistía la imagen en su cabeza. Los coletazos del pescadito sobre el enrejado de madera de la cubierta quemada por la salitre y el sol. En lucha intensa hasta ya no poder. Ahora, los movimientos del insignificante pez eran los suyos.
Sobre la chaise longue de cachemire frente a la chimenea, Marie se consumía. O más bien, veía cómo su vida se fundía igual que las llamas. Cómo sus sueños se quemaban. Cómo todo se venía abajo sin haber tenido tiempo al menos para decidirlo.
La muerte de su padre la había bloqueado; todavía recordaba el grito seco y profundo al recibir la noticia. Desgarro. Impotencia. Y desde ese momento, los naipes habían comenzado a destruir el castillo. Una edificación frágil que dibujó en el aire y coloreó muchas veces, pero nunca pasó a limpio sobre el papel. Al papel blanco, ese que asusta tanto a los artistas porque pone de manifiesto muchas verdades y obliga a tomar decisiones. La hoja de ruta que debería haber ocupado un lugar más importante desde el primer momento en que empezó a desviar el rumbo de sus deseos. Acompañarle siempre y solo a él, para todos los días de la vida incluso en la enfermedad y pobreza. Olvidar los momentos de recompensa y estudio que le aportaba su vocación innata de maestra para que los niños aprendiesen. Descuidar su cuerpo de modelo juvenil y de deportista apasionada. Y no volver a hacer maletas. Allí viviría cada día, en el pequeño pueblo. No volvería tampoco a volar al destino que descubría con ilusión en las páginas del Traveller. Demasiado complicado organizar su ausencia para un viaje de placer. Demasiado esfuerzo para una escapada, una vez más con el mismo compañero, que pronto olvidaría en la odiosa rutina que iniciaba los lunes y finalizaba los domingos.
Caían con lentitud y elegancia al suelo todas las cartas que eligió de niña.
Y como el pescadito, Marie sentía el dolor de la pulsión. La angustia y la desazón de cruzar el meridiano que la alejaría para siempre de su joven espíritu de mujer inmadura. Una pipiola inocente. Eso había sido hasta ahora. Una pánfila que pensaba que la vida era otra cosa.
Cogería fuerzas, lo sabía. Saldría reforzada y construiría de nuevo un castillo. Pero la cicatriz que su alma mostraba en el rostro, no podría jamás borrarla. Ni con el dulce aceite de rosa mosqueta.
Ni tan siquiera volviendo al mar.