Agarraba la tanza transparente entre mis dedos adormecidos por el frío y me mantenía alerta. Atenta ante cualquier mínimo tirón del hilo de pescar.
A veces un alga se cruzaba en la estela del barco y me ponía nerviosa. Recogía un poco el aparejo y lo limpiaba. Otra vez al mar. Continuaba la pesca.
Pero otras veces, el tirón era más fuerte. ¡Al fin había picado! Arrastraba el pescadito a bordo, que se acercaba con un imparable movimiento de cola. Saltarín sobre la espuma blanca salpicada de sangre.
No era sin embargo el esperado momento feliz que yo ansiaba. El pescadito me miraba y abría la boca. Y la cerraba. Quería volver al mar y desprenderse del plateado anzuelo que le arrebataba su pequeña vida en la inmensidad azul. La mayoría de las ocasiones lo hubiera liberado. Lo juro. La violencia del momento era insoportable. Pero no podía arruinar la fiesta a bordo.
Una mano valiente y más fría soltaba el anzuelo de las comisuras de la boca, y el pescadito bailaba su danza de muerte sobre la cubierta.
Últimos coletazos de vida. Últimos instantes de lucha. Después todo volvía a ser como antes y lanzaba de nuevo el anzuelo al mar.